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Lorena

  • Luis Alejandro Espinosa
  • 14 mar 2016
  • 4 Min. de lectura

Hace mucho calor en la ciudad de Cali. No como el que normalmente ha hecho, que ya es insoportable. Esta vez es peor: los termómetros marcan 42 grados centígrados, que parecen aumentar con el paso de los días y en algunos lugares la sensación térmica puede ser mayor.


Esto se ve agravado por el hecho de que hace meses no llueve. Los hospitales reciben cada vez más pacientes con quemaduras cada vez más graves. Las campañas de prevención son más evidentes con el pasar de los días, y la gente ya piensa dos veces antes de salir a caminar bajo el sol. En los medios de comunicación y la población en general, especulan con que la sequía y el calor son causados por cuestiones como el calentamiento global, la minería ilegal, los malos hábitos de los ciudadanos, e incluso hay quienes hablan de un castigo divino.


A Lorena no le interesan mucho estas conjeturas, aunque le parecen graciosas. Ella está más preocupada por terminar su tesis para poder graduarse este semestre. Una noche, el calor no la dejó dormir, y se levantó a la 1 de la madrugada de su cama, después de horas de haber tratado de conciliar el sueño. Se dirigió a la cocina, y desesperada, sacó todo lo que había dentro de la nevera, se metió dentro del aparato y se quedó dormida. Al día siguiente se percató de que se había pasado 15 minutos de su hora habitual para despertarse. Lorena podía caminar a la universidad desde su apartamento, pero siempre tenía el tiempo justo para hacerlo. Corrió a la ducha, se vistió a la carrera, agarró dos manzanas de lo que había en el refrigerador, las metió en su maleta y salió del apartamento. Al cruzar la portería no vio a Don Alberto, el portero.


Pensó que tal vez estaba en el baño. De todos modos tenía mucho afán y se estaba quedando sin tiempo para llegar a su clase. Al salir a la calle no pasó mucho tiempo antes de que Lorena notara algo extraño: no había nadie. Ella continuaba su camino pero cada vez se sentía más confundida, porque no se cruzaba con nadie y por más que buscaba con su mirada a alguien, no podía encontrar una sola persona en los alrededores. La confusión se empezó a transformar en miedo. Lo primero que pensó fue que todavía estaba dormida y que todo eso era un sueño muy real, pero al cabo de unos minutos y de revisarse a sí misma y analizar todo lo que estaba pasando, se dio cuenta de que no estaba soñando en lo absoluto. Llegó a la universidad, únicamente para confirmar que también estaba totalmente vacía. No había estudiantes, empleados o profesores. En las calles había automóviles, pero ninguno se movía. No había taxis, ni buses, ni motos. No había nadie. Lorena fue a casa de sus padres y no estaban, su mejor amiga tampoco. El miedo se convirtió en desesperación y desamparo. Las lágrimas brotaban de sus ojos con tanta fuerza como sus gritos. Golpeó el césped un par de veces, mientras preguntaba qué diablos estaba pasando, pero sabía dentro suyo que no iba a conseguir una respuesta. Volvió a su casa y se quedó dormida en su almohada empapada de su propio llanto. Se despertó de noche y desde su ventana se dio cuenta de que todo seguía igual: totalmente muerto. Comió algo y volvió a dormir.


Al día siguiente despertó triste, y salió de su casa a conseguir comida, pues la que tenía estaba por acabarse. Fue al supermercado y con cautela tomó todo lo que necesitaba. Al volver, cocinó algo de pasta con salsa blanca, se comió un plato y guardó el resto en la olla, para más tarde. Después pensó que tenía que pasar su tiempo haciendo algo, porque el aburrimiento la estaba matando. Pasaba sus días usando carros lujosos a toda velocidad por las calles, nadando en las piscinas de las mansiones que hay al sur de la ciudad, entrando en las casas vacías y utilizando cualquier cosa que le llamara la atención: electrodomésticos, videojuegos, incluso la ropa que encontraba y le gustaba, se la llevaba. Pasaron días, semanas e incluso un par de meses antes de que Lorena se topara con la idea de que, a pesar de que no había nadie que le impidiera hacer su voluntad, todo esto no se sentía igual estando sola. Extrañó a sus padres y su mejor amiga, pero al final la resignación aterrizaba sus sentimientos, hasta que ya no los extrañaba más, pues sabía que no valía la pena vivir en el pasado. Ahora estaba sola, y así debía asumirlo. Salió al supermercado por comida, y mientras estaba cargando con víveres un carrito teniendo muy poca cautela, escuchó un ruido muy fuerte dentro del supermercado, como una estantería llena que se cae haciendo un gran estruendo. Asustada, trató de observar escondida detrás de otra estantería, hacia donde estaban todas las cosas regadas y pudo observar dos pies, que usaban un par de Converse negros, que se perdían en un jean con la bota angosta. Sintió un frío en el tórax, y empezó a sudar. Había alguien más allí, se puso de pie sin fijarse y pisó un paquete de frituras, lo cual atrajo la atención de la otra persona, que se inclinó para cruzar su mirada con la de ella en ese mismo momento.


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